jueves, 12 de marzo de 2015

El último rey del valle (Relato)

Kwälah era el rey de su tribu, igual que lo habían sido su padre, el padre de su padre y tantos ascendientes suyos como se podía recordar. Sus territorios abarcaban una amplia extensión de terreno comprendida entre dos montañas: un valle tan antiguo como el mundo que era, a efectos prácticos, el único mundo para todos ellos.
Su tribu había vivido épocas de próspera bonanza: manadas de vacas y ovejas pastaban a lo ancho del valle proporcionándoles leche y carne más que de sobra; un fresco arroyo bajaba cruzando todo el valle alimentado por la nieve acumulada en las inaccesibles cimas; cultivos de verduras y hortalizas crecían tan lozanos como lo hacían los niños nacidos al amparo de las montañas, verdades protectoras y fuentes de toda vida creada a sus faldas.
Pero de esa prosperidad ya poco quedaba. Hacía muchas lunas nuevas que no llovía y las cimas de las montañas, perennemente blancas como forma habitual, ahora se veían resecas y ásperas azotadas por el viento. Apenas había alimentos frescos con los que alimentar a la tribu, las plantaciones habían caído muertas debido a la acuciante sequía y los animales, faltos de verde que llevarse a la boca, eran poco más que sacos de piel y huesos. Todas estas desgracias habían hecho efecto en las relaciones de la tribu, antaño todo algazara y afabilidad, que se habían emponzoñado y creado tensiones y rencillas ante la desconfianza de que el vecino pudiera haberse guardado comida que no compartiese con el grupo.
Estas dificultades robaban horas de sueño a Kwälah, que observaba las estrellas en busca de soluciones, mensajes cifrados en los destellos enviados por los dioses en los que todavía creía y en los que confiaba le darían la sabiduría para arreglar las cosas.
Pero los días pasaban y las cosas no hacían sino empeorar.
Kwälah decidió reunir a la tribu que, a regañadientes, se reunió para escucharle. Solo cabía una solución: en la siguiente luna completa habría un sacrificio.

La mañana del día del sacrificio, Kwälah se despertó con la esperanza de que unas nubes pronosticasen próximas lluvias, pero otro días más un sol ardiente y plomizo abrasaba el cielo. La desesperanza se apoderó de su ánimo y una idea que había anidado hacía tiempo en su corazón se hizo también con su cabeza: los dioses debían estar enfadados, pero nadie de su tribu merecía tal castigo ni sufrimiento.
Kwälah paseó por el el lugar donde aquella noche una joven vería derramada su sangre por el bien común, y mientras rodeaba por cuarta vez el poste clavado en la parte más alta de la aldea, tomó una decisión.

Aquella noche toda la tribu, decenas de habitantes famélicos y raquíticos, se concentró en torno al poste. Cuando el sol terminó por esconderse tras la montaña, el brujo de la tribu caminó entre la multitud acompañado de la joven que, resignada con su corto futuro, caminaba dócilmente hacia su honrosa muerte. No había ningún ruido, ni siquiera los animales se aventuraban a romper la solemnidad de aquella última esperanza. El brujo fue parsimonioso atando a la joven contra el poste mientras la multitud observaba aquella actuación con morboso interés. Una vez atada, el brujo sacó un afilado estilete de hueso, con el que cortaría el cuello de la joven, de entre sus ropajes.
Fue en ese momento cuando una figura salió de entre el público y, con la decisión del que sabe lo que tiene que hacer, le arrebató el estilete al brujo. Arrodillado, mirando a las estrellas, la morada de los iracundos dioses, tan suplicante como desafiante, Kwälah se cortó su propio cuello en un experimentado gesto. La aldea, estupefacta y congelada por la sorpresa, observó como, en poco tiempo, la sangre de su rey empapaba el suelo.
Para Kwälah no era justo que nadie de su tribu asumiese culpas que no tenía. Como líder que era tenía que hacer el sacrificio que se le suponía a su gente.

Pocas lunas después el frío volvió, y con él las nieves en las cimas de las montañas. Parecía que el sacrificio había surtido efecto.
Una reunión entre los más viejos de la tribu y el brujo llegó a una conclusión: no volvería a haber un rey, los dioses parecían preferirlo así. Y, aunque nadie se atrevió a formularlo en voz alta, nunca tendrían un rey tan generoso como Kwälah.



Saludos

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