miércoles, 13 de agosto de 2008

La última copa (Relato)

Era una noche de sábado de botellón como tantas otras. A Málaga nunca llegó la prohibición de beber en la calle extendida por la gran mayoría de provincias y ciudades españolas, simplemente se había trasladado desde la histórica Plaza de la Merced hasta el Paseo de los Curas, una calle que transcurre en paralelo al Paseo del Parque y junto al puerto. Mucha gente se indignó al saber que jueves y sábados la policía se encargaría de cortar la circulación de esa calle para que la gente joven "beba, se emborrache y se drogue" como se pudo escuchar por aquella época en más de una conversación, pero no se trató más que de la solución menos molesta: el botellón quedaba cerca del Centro (única zona de marcha en Málaga capital) y no había vecinos a los que molestar (al contrario de lo que ocurría en la ubicación anterior)
Eran en torno a la una de la madrugada. A esa hora debía haber de manera aproximada entre 3500 y 5000 personas bebiendo y riendo en sus respectivos grupos de amigos. Fueron pocos los que se dieron cuenta de lo que iba a pasar, unos pocos de los que acababan la acumulación de gente, los más cercanos al punto en el que el Paseo de los Curas se convierte en la Avenida de Cánovas del Castillo.
Un coche con las luces apagadas se dirigía a una velocidad indeterminada hacia la gente. Algunos avisaron a voces de lo que se avecinaba; otros intentaron saltar la valla que protegía el parque de indeseables; otros se limitaron a cambiar de carril; aunque la mayoría, cegados por el miedo, comenzaron a empujar al gentío que todavía no había tomado consciencia del peligro.
Intentar mover a una masa de miles de personas a base de empujones no es fácil. No era el típico movimiento concéntrico de huida de una pelea en el que todos huyen de un punto central, esto era gente empujando a muchísima más gente sin razón aparente.
Para cuando los que estaban siendo empujados se percataron de lo que ocurría, el coche comenzó a arrollar personas: salían despedidos al chocar contra el paragolpes, o bien volaban por encima del coche después de golpear contra la luna delantera, o simplemente alguna parte de su cuerpo quedaba aplastada bajo las ruedas.
El coche sólo pudo andar unos diez metros atropellando gente: esa distancia había bastado para que las ruedas quedasen bloqueadas por cuerpos humanos.
Los miles de personas que habían sido testigos de lo ocurrido y que estaban indemnes se convirtieron en turba: una maraña de gente enfurecido se arrojó sobre el coche arrancando al conductor de su asiento. En el otro extremo del gentío la policía que vigilaba el botellón intentaba abrirse paso para alcanzar el vehículo. Mientras la gente descargaba su ira sobre el conductor con lo que podía: puños, piernas, tacones, botellas rotas, piedras, cubos de basura. Para cuando la policía consiguió dispersar a la gente, lo que había sido una persona se había convertido en un coágulo irreconocible de ropa empapado en sangre.
Su identidad pudo aclararse posteriormente por el carné de conducir que se encontró en la guantera aunque nunca pudo saberse que le había llevado a hacer lo que hizo. Los afectados sumaban cincuenta muertos y más de cien heridos. El ayuntamiento declaró una semana de luto oficial durante la cual se prohibió el botellón de manera indefinida. Esta medida fue tomada por el resto de ciudades que aún lo mantenían.

Saludos

2 comentarios:

Ana Ramón Rubio dijo...

Jo, me has dejado de piedra!! No será cierto, verdad?? Me gusta como escribes!! Un saludo!!

MayPrint dijo...

consternador cuanto menos, que algaravía de sangre