viernes, 7 de diciembre de 2012

La ventana indiscreta (Relato)

El tipo se pasaba el día entero mirando por la ventana: desde el amanecer hasta el anochecer. Las cálidas noches de verano, incluso más tiempo.
Al principio pensé que solo era casualidad: las veces que yo me asomaba a la ventana, bien porque escuchaba algún ruido o simplemente algo me llamaba la atención, o que salía al balcón para tender ropa o regar las plantas lo podía ver en el bloque de enfrente, sentado en una silla de mimbre con unos cojines floreados con el color perdido por los años y el sol. Siempre en la misma ventana, siempre sentado en la misma dirección.
Sin embargo, a fuerza de comprobarlo, me di cuenta de que simplemente estaba allí todo el tiempo, mirando por la ventana sin más. Cada rato cambiaba de posición, parecía acomodarse y continuaba con su labor de vigilancia sin sentido.
Durante días me pasé horas observándole, intentando descifrar algún comportamiento extraño más allá del mundano hecho de sentarse en una silla junto a la ventana. Reproduje sus horarios para que no se me escapase en ningún momento. Como los policías de las películas que hacen del coche su casa durante una vigilancia, la habitación desde la que mejor podía observarle se convirtió en el único sitio en el que pasaba mi tiempo, siempre atento a cualquier signo delator.
Casi se convirtió en un quebradero de cabeza descubrir qué hacía siempre allí. Me montaba películas e historias, algunas realistas y algunas descabelladas: algún tipo de desorden mental, una espera por la persona amada (como en aquella canción de Maná), un miedo irracional a algo o alguien...
En absoluto estaba preparado para la explicación que él mismo me contó.
Un día decidí acercarme a su casa para resolver el enigma. Comprendí que era ridículo esperar a que algo pasase, era yo el que tenía que cambiar las cosas.
Crucé la calle y subí al piso que había contado desde mi casa. Cuando toqué a la puerta lo hice con cierto temor de lo que podría encontrarme: qué historia triste o loca me esperaba al cruzar ese umbral.
Para mi sorpresa, el hombre que abrió la puerta, el mismo al que llevaba días observando, lo hizo con una cortesía exquisita y con un aspecto perfectamente normal. Obviamente no me conocía, por lo que me dispuse a contarle la excusa que llevaba preparada, en parte verdad en parte ficción: que por casualidad le había visto varios días (no le dije cuantos días) sentado en el mismo sitio y que, ante la posibilidad de que necesitase asistencia médica, me había acercado para ver si todo iba bien.
-¡Oh, no, no, no!- dijo riéndose -Es usted muy amable, pero no tenía por qué preocuparse. Sígame y le explicaré.
Entré con él a su casa y me condujo hasta la ventana en la que le veía siempre sentado. Desde allí también se podía ver mi casa y la ventana desde la que le observaba, pero la silla estaba encarada en otra dirección.
-Mire en ese bloque- señalaba con su dedo un edificio al otro lado de la carretera, varios portales calle abajo -Ahora fíjese en el tercer piso, la ventana que hace esquina. ¿Ve a ese hombre sentado mirando hacia la calle? Pues no se lo va a creer pero ¡se pasa el día ahí sentado! ¡Todo el día! ¿No le parece extraño? Llevo un tiempo observándolo y todavía no he averiguado por qué lo hace, pero con el tiempo lo averiguaré.
Mi cara debía reflejar exactamente lo que sentía: una mezcla entre asombro y miedo por su evidente locura. No por su locura, sino por lo cerca que había estado de ser también la mía. El tipo, tan enfrascado como estaba contándome los horarios de su observado, no pareció percatarse de la extrañeza en mi rostro.
No recuerdo la excusa que balbuceé para salir de allí pitando, pero antes de que pudiera darse cuenta yo bajaba las escaleras con la esperanza de olvidar para siempre aquella extraña cadena de la que casi me convierto en un eslabón.



Saludos

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