domingo, 16 de febrero de 2014

El banco del parque (Relato)

Ese era el sitio. El banco más cercano al puente sobre el lago del parque. Allí habían acordado reunirse y, para reconocerse, ambos llevarían una prenda de color verde. Él decidió llevar una sudadera de marca surfera que se había comprado siendo un chaval y que todavía conservaba con cariño varios años más tarde.
Se habían conocido en un foro sobre series. Compartían gustos parecidos y, lejos de los fanatismos de otros foreros, preferían hacer valoraciones argumentadas sobre las novedades de la temporada y los nuevos capítulos de las series veteranas. Con la excusa de pedir alguna recomendación él le envió un mensaje privado y, poco a poco, fueron intimando mientras avanzaban las temporadas de sus series favoritas. Cuando él supo que vivían en la misma ciudad lo consideró una jugada del destino: que alguien como él conectase de esa manera con alguien como ella (creía conocerla totalmente) y que, por puro azar, viviesen en la misma ciudad tenía que significar algo.
Así fue como reunió el valor para pedirle una cita; verse por primera vez tras largas y nocturnas conversaciones sobre todo y nada, cualquier cosa. Al principio, por la sorpresa suponía, ella se había mostrado recelosa (al fin y al cabo nunca sabes quien se esconde al otro lado de la pantalla); pero terminó convenciéndola y así concretaron una fecha, un lugar y un método para reconocerse.
Ahora, sentado en el banco, esperaba sobrellevando su nerviosismo con paciencia e ilusión.
Y esperó. Esperó. Esperó... Y comenzó a cansarse y a tener miedo: miedo de haber sido rechazado sin posibilidad de explicarse, miedo de no ser suficiente para nadie, miedo de no poder confiar ni en quien creía conocer.
Y aquella voz, ese mensaje de autodestrucción, volvió a despertarse en su interior: demasiado poco agraciado como para atraer a ninguna mujer, demasiado tímido como para intentarlo. Indefectiblemente solo para siempre.
-¿Qué te pasa, zagal? Tienes la cara mustia.
Sin que se diese cuenta, un señor mayor, más bien calvo y regordete se había sentado a su lado en el banco y le miraba interesado con las manos apoyadas en su bastón.
-¿Disculpe?- preguntó él. En su abstracción no había escuchado la pregunta.
-Que tienes cara de funeral, muchacho. ¿Te ha pasado algo?¿Algún problema con tu parienta?
La sonrisilla del vejete al hacerle esa pregunta se le contagió.
-¿Parienta? Bueno, podría usted llamarla así, pero es más complicado que eso...
-Si es complicado cuéntamelo para que lo entienda. Tengo toda la tarde y no me he traído pan para echarle a las palomas.
De nuevo una sonrisa se dibujó en su cara y, sin saber muy bien porqué, le relató su historia: como se "conocieron", como hoy iban realmente a conocerse, como ella no se había presentado y, como linea de desarrollo de su relato, brochazos aquí y allá, las esperanzas e ilusiones que se había construido con respecto a ella.
Las expresiones del señor deambulaban desde la sorpresa hasta la incomprensión, pasando por el más absoluto interés.
-...y eso es todo. Aquí he terminado, el día que iba a conocer por fin a la chica que me gusta, hablando con usted en un banco de un parque.
El viejo no dejó de mirarle de arriba a abajo y de abajo a arriba mientras parecía reflexionar sobre todo lo que había escuchado. Tras volver a mirar a los ojos del joven pareció encajar todas las piezas de un rompecabezas mental.
-No creo que pueda darte consejos sobre mujeres, desde luego no sobre cómo conquistarlas. Yo me casé con mi señora siendo los dos jóvenes, rondando los dos la veintena. Estuvimos juntos hasta que la pobre falleció hace tres años- su tono era solemne, como si estuviera desvelando el secreto de la vida a un incrédulo -Durante todos mis años junto a ella no dejé de preguntarme por qué yo, qué había visto en mí que ni siquiera yo veía, cómo pude tener la suerte de conquistarla. Nunca encontré una respuesta, o quizá nunca me convencí de que la respuesta era tan sencilla como "Porque sí" o "Y por qué no". Supongo que lo que intento decir es que las relaciones, no sé si siendo más fáciles o más difíciles ahora que en mi época, simplemente surgen: algunas llevan a callejones sin salida; otras terminan en accidente; pero otras, y no tienes que pensar que no te pasará a ti, son el mejor viaje que nunca emprenderás.
No era ninguna revelación, nada que él no hubiese pensado en algún momento, pero al escucharlo en palabras ajenas pareció cobrar más verdad. Lo que era un estrepitoso fracaso, puesto en la perspectiva de toda una vida por delante, se transformó en un simple traspiés, algo que contar como una anécdota triste.
Mientras esta conclusión se generaba en su cabeza, el señor se había puesto en pie y se arreglaba las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello.
-Y alegra esa cara, chaval. Peor estamos los viejos.
Con esta generalidad, tan ridícula como cierta, se marchó. Una última gota de humor, otra muestra de lucidez.


Saludos

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