viernes, 2 de enero de 2015

El cartel (Relato)

Trabajaba en la oficina de una gran empresa, dentro de uno de esos cubículos de paneles movibles. Siempre creyó que era cosa de las películas americanas, hasta que entró en esta empresa y se dio de bruces con esas paredes grises, tan débiles como efectivas a la hora de evitar ratos improductivos de charla con los compañeros contiguos, tan inaccesibles como los que se encontrasen sentados al otro lado de la sala.
Rodeado por tres paredes, el cuarto lado del cuadrilátero no dejaba una vista a la que valiera la pena llamar vista. Otra pared, en este caso parte del edificio, en un tono de gris algo más claro, suponía que por aquello de crear contraste y ganar algo de luminosidad.
Con este panorama, acudir al trabajo era como un tercer grado salvo que, en lugar de acudir a la cárcel para dormir, pasaba la mañana cumpliendo una pena remunerada.
Una mañana, en parte algo cambió. En esa pared antes vacía, justo frente a su escritorio, habían colgado un cartel de la campaña publicitaria de uno de los productos que su empresa ofrecía. La gente de marketing argumentó que era una manera de que los trabajadores conocieran a fondo la compañía y formasen parte de ella: conocer sus productos y su imagen era implicarse. Él imaginó una explicación más prosaica: la manera más fácil y barata de llenar una pared vacía es con la publicidad sobrante de tu propia compañía.
Los carteles con sus imágenes iban sucediéndose hasta convertirse en una rutina temporal más, como el cobro de la nómina o las tartas de cumpleaños baratas de los trabajadores más veteranos.
Pero, de nuevo, un cambio.
Una cara agradable le saludaba desde el marco. Una joven, aproximadamente de su edad, hacía alguna tarea del hogar en una cocina luminosa y amplia. Vestía ropa cómoda y adecuada para su figura, una amplia sonrisa llenaba su cara y era guapa, realmente guapa, de ese tipo de belleza que, sin destacar ni llamar la atención, una vez que te has fijado no puedes dejar de ver ni comprender como no es obvia para el resto del mundo. La campaña publicitaria, si es que eso importaba, era de un seguro para el hogar.
Cada vez que levantaba la cabeza de su trabajo la veía, siempre sonriendo. Parecía que sonriéndole, insuflándole ánimos desde el silencio, Ya queda menos para terminar el día, El fin de semana se acerca, etcétera.
Se imaginaba cómo sería esa chica, y la dibujaba perfecta en su mente, idealizada. Se veía conociéndola, pasando tiempo con ella para, finalmente, terminar viviendo juntos en esa cocina de la que imaginaba sería una casa espaciosa: la representación de una vida de ensueño.
Pero los cambios, bandazos del destino con más fuerza que la que nos agarra al suelo, suceden también en sentido contrario.
El cartel, en su rotación prefijada, desapareció.
Podría haberse paseado por la oficina, comprobar si la habían cambiado de ubicación; si ahora alegraba la mañana de algún compañero que quizá, estúpido de él, ni siquiera se había fijado en ella.
Pero prefirió despedirse, dejarlo estar. Aquello no habría sido sano: era sólo un cartel.
Habría sido otra historia distinta con una chica de verdad, y eso era lo que realmente importaba.


Saludos

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