lunes, 29 de junio de 2009

El Limbo (Relato)

Visto desde fuera ya podías imaginar el tipo de bar que te encontrarías al entrar. La fachada era de ladrillo visto, llena de firmas y graffitis de baja calidad artística y dudoso gusto estético. Un amplio ventanal cubierto por una vidriera de ese cristal traslúcido que siempre parece estar sucio y deja pasar poca cantidad de luz permitía adivinar bultos y formas en el interior. Sin embargo el nombre del bar, escrito sobre un tablón de madera con letras del tamaño de una mano y en un color que en otro tiempo se habría definido como rojo, hacía vagar la imaginación hacia un pasado en el que quizá el local había gozado de más lustre. Su nombre era Limbo.
Tan poco llamativo era el exterior como el interior. La definición de la palabra tugurio nunca se había aproximado tanto a la realidad como con aquel sitio. El local era alargado, con una barra junto con sus respectivos taburetes ocupando uno de los laterales en toda su longitud y varias mesas con no más de tres sillas en cada una de ellas. Las paredes eran negruzcas, aunque anteriormente habían tenido un color oliva, excepto la pared que ocupaba la barra, que se encontraba cubierta por un largo espejo desconchado en distintos puntos y lo suficientemente sucio en el resto de su superficie como para devolver un reflejo brumoso del que intentase mirarse en él.
Cuando entrabas en el Limbo toda la concurrencia se giraba cansinamente bien para reconocer a uno de los habituales, bien para asombrarse (aunque sin demasiada expresividad) ante la presencia de un nuevo cliente. Tras esta formalidad cada cual volvía a sus quehaceres, aunque llamar quehacer a mirar el vaso con la cabeza gacha y recoger el cigarro del cenicero pueda parecer una exageración.
Allí nadie hablaba. Las únicas palabras que se oían correspondían a las peticiones de nuevas copas o al cobro de cuentas, los únicos sonidos toses y tragos y, eventualmente, la caja registradora abriéndose y cerrándose.
Una densa nube de humo de tabaco llenaba la estancia independientemente del número de parroquianos que se encontrasen dentro del Limbo en ese momento. Era como si esa humareda fuese parte del local, como si cada visitante hubiese dejado parte de su alma en ese sitio y en su conjunto fuesen visibles. Una sensación de pesadumbre te acompañaba cada segundo que pasabas allí. Sentías que una parte de ti se iba drenando poco a poco para quedarse y formar parte de ese ente indefinible en el que se había convertido el Limbo.
Cuando salías notabas de nuevo los ojos de todos los bebedores clavarse en tu espalda como miran los presos al que ha cumplido su condena y sale por la puerta que al resto no le está permitido franquear. Al pasar el quicio te parecía abandonar un universo en el que el único consuelo para sus habitantes fuese formar parte de una congregación en la que todos se conociesen portadores de miserias pero no pudiesen demostrarlas ni compartirlas.
Hace años que el Limbo no existe. El dueño, el barman que anónimamente servía copa tras copa, vendió el local cuando la zona comenzó a entrar en auge. Hoy día es un bar de moda en el que la gente que se cree a la moda se grita al oído porque la música está demasiado fuerte.
Pero eso a quién le importa. Sólo es un bar más.

Saludos

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