jueves, 5 de junio de 2014

Almas gemelas (Relato)

Desnuda, buscaba su ropa por toda la habitación con la indecisión de quien no conoce el lugar y el nerviosismo de estar siendo observada. Él, sentado sobre la cama y cubierto por una sábana de cintura para abajo, disfrutaba con su rubor mientras escuchaba su charla inconexa y saboreaba su aroma todavía impregnado en su boca.
-Ahí esta el sujetador, junto a la papelera.- Si no la ayudaba tardaría un siglo en encontrar sus prendas, esparcidas por la estancia en el frenesí de la pasión animal.
Se habían conocido pocas horas antes en la presentación de un libro. El autor, amigo de él, le había pedido que dijese unas palabras en dicho acto ya que se trataba, asimismo, de un escritor reconocido por el público, aunque justamente maltratado por la crítica debido a la poca profundidad de sus libros, principalmente dirigidos a jóvenes en busca de historias sencillas y finales felices, y amas de casa aburridas de su largo matrimonio que buscaban algo de romanticismo en cualquier sitio.
Un perfil en el que ella parecía encajar bastante bien; como supo después, una estudiante de bellas artes con ínfulas de artista profesional y sin la experiencia y el bagaje vital como para serlo.
Mientras hablaba al reducido público que había acudido a la presentación sobre el libro de su amigo, un autor mucho más complejo y brillante pero infinitamente menos conocido que él aunque muy respetado en círculos especializados y minoritarios, había echado el ojo a la única joven atractiva que había en la sala.
Así que, una vez acabado el coloquio y hechas las fotos para una revista sobre literatura (una de esas de tirada corta que se envía directamente a casa de los suscriptores), haciéndose el despistado se fue acercando poco a poco a ella, que hablaba con un tipo que bien podría ser un profesor de universidad o el dueño de una librería "de antiguo"; un señor mayor vestido con una chaqueta pasada de moda y unos zapatos deslustrados podría ser cualquiera de esas cosas.
Entró en la conversación sabiéndose reconocido. Sin ni siquiera presentarse dio su opinión sobre el tema que estaban tratando: cómo era de complicado en el mercado editorial actual diferenciar los buenos autores del resto entre la maraña de best sellers y campañas publicitarias con las que bombardean a los cada vez menos lectores que se preocupan en buscar novedades y escritores noveles o poco conocidos. Decidió no sentirse ofendido por el despectivo tono con el que el señor dijo la palabra best seller y se dispuso a dar una opinión templada, con los argumentos una y otra vez oídos de boca de los dueños de las editoriales más importantes y los autores por ellas promocionados: que los best sellers también son buena literatura, que la publicidad cumple la función de avisar a la gente sobre la publicación de las nuevas obras de sus autores favoritos y que, gracias a Internet, cualquiera puede informarse lo suficiente sobre autores minoritarios e, incluso, conseguir con relativa facilidad sus obras. Todo argumentos manidos pero, al fin y al cabo, un mantra del que un autor superventas no podía salirse.
Ella lo observaba, no con el interés de una admiradora escuchando a su ídolo, sino con los ojos de una joven atraída físicamente por un atractivo hombre de mediana edad que, para colmo, era conocido incluso para aquellos que no habían abierto un libro en su vida.
Hay que decir que ese perfil en el que él la había catalogado, el de joven en busca de historias sencillas y finales felices, no cuadraba en absoluto con ella pero, en su endiosamiento y ceguera por llevarla a la cama, obvió cualquier evidencia de lo contrario, una tan evidente como el hecho de que había acudido sin compañía a la presentación del libro de un autor prácticamente desconocido.
Como si las almas gemelas se movieran por motivos puramente egoístas, ellos confluyeron en ese sitio y tomaron la misma decisión: llevarse respectivamente a la cama y disfrutar tanto como el opuesto ayudase en función de sus ganas y experiencia. Para ello adoptaron los papeles apropiados, según sus prejuicios, a la situación: ella haría de joven algo tonta embelesada por la fama y él pasaría por un atractivo maduro interesado en nuevos artistas.
En qué terminó todo esto ya lo sabemos: ella buscando su ropa por la habitación, hablando de cualquier cosa trivial para que ni se le ocurriese pedirle su número de teléfono y deseando salir de aquella habitación en la que ya no había nada divertido o interesante que hacer; y él, con su orgullo inflamado por su joven y tersa conquista a la que creía haber dado a conocer un mundo de experiencia inaccesible para muchas.


Saludos

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