Múltiples habitaciones; potencialmente infinitas. En cada pared una puerta que conecta con la habitación contigua. Y en cada habitación una persona: habitualmente conocida pero, en ocasiones, perdido por despiste (o por el deseo inconsciente de desaparecer) te encuentras con una persona nueva, extraña en tu vida con la que, por verdadero interés o por mera cortesía, inicias una conversación.
Por sistema, siempre que cambiabas de habitación, cerrabas la puerta a tu espalda. No querías interferencias y filtraciones. Así podías controlar quién sabía qué porque, en diferentes habitaciones, te podías permitir contar diferentes versiones de una misma historia a diferentes personas. Ese dominio de la información te daba una falsa sensación de seguridad, de confianza. Nadie podía herirte porque nadie te conocía realmente.
En una habitación cerrada el aire termina volviéndose corrupto, cargado, asfixiante. Habitaciones con habitantes deliberadamente olvidados hedían a putrefacción. Cada vez menos personas podían soportarlo. En unos actos de rebeldía hasta ese momento insospechados trataban, furtivamente, de obtener fugaces visiones de aquello que les ocultabas tras las paredes de sus respectivas habitaciones: se abalanzaban hacia la rendija de la puerta al cerrarse sin saber siquiera si les protegías de un infierno o les prohibías el acceso a un paraíso.
Pronto, cada persona de cada habitación se negó a conversar contigo. Cuando aparecías en su estancia se enclaustraban en una esquina y, simplemente, te ignoraban hasta que, cansado y dolido, huías de aquella persona con la firme decisión de nunca volver.
Pero, de nuevo, te engañabas.
Cada persona, de una manera más o menos profunda, significaba algo para ti. Algunas eran tan importantes que hubieses sido capaz de compartir toda tu vida entre las cuatro paredes en las que la encontraste; de otras únicamente disfrutabas su compañía de una manera simple y sencilla, necesaria como el gesto involuntario de taparte la nariz al saltar dentro del agua.
Una única solución posible, valiente para alguien siempre encerrado en una cárcel de compartimentos estancos.
Ahora, cuando cambiabas de habitación la puerta a tu espalda quedaba abierta. Las personas, prisioneros convertidos en invitados, comenzaron a relacionarse. Corrientes de aire fresco corrían de habitación en habitación llevando consigo lejanos ecos de risas y voces generados en estancias distantes.
Por fin podrían conocerte. Y, aunque estabas expuesto, lo estarías para siempre tanto a lo bueno como a lo malo. ¿No es eso una vida mejor?
Saludos
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